El ángel que nos da la espalda

Corrían los años treinta del siglo XX y en Europa ya nada era lo que había sido, como podríamos soltar al beber con resignación la última copa de la noche, a punto de lanzarnos a desafiar al amanecer tras nuestras gafas de sol y empezar a lamentar con la suficiente indulgencia todas las oportunidades perdidas, por fin convertidos en ese personaje siniestro y casposo que siempre habíamos detestado. En aquel tiempo un mundo entero, cuyas raíces se hundían hasta el crepúsculo del Imperio Romano, estaba derrumbándose con la misma facilidad con la que la que a determinada temperatura una barra el hierro se reblandece. Como advertían, entre otros muchos, Joseph Roth, Manuel Chaves Nogales o Miklós Bánffy, la Europa de entreguerras, tras la Revolución Rusa y el Tratado de Versalles, se convirtió en una placa de Petri en la que, en paralelo al auge de los medios de comunicación de masas y a la crisis económica que ponía en duda la viabilidad de  los sistemas democráticos -en general bastante más imperfectos de lo que lo son ahora, todo sea dicho-, se estaban emprendiendo experimentos sociales de consecuencias nefastas. Por poner dos ejemplos en apariencia extremos, la revolución húngara de Béla Kun o la llegada del NSDAP al poder en Alemania socavarían poco a poco, en un espiral de revolución y contrarrevolución, la idea de plausibilidad de un mundo que, fruto de una lenta y tortuosa evolución histórica, en nuestros días, cuando ya ha transcurrido casi un siglo, se nos antoja tan lejano como el de la Escuela Palatina de Aquisgrán. E igual de magnético, aunque por supuesto tuviera poco de ideal -pensemos en su escasa movilidad social o la opacidad de sus instituciones-, pues, para pasmo de los inocentes que se empeñan en seguir buscando el paraíso y tratan de convencer a los demás de que es muy fácil alcanzarlo -y lo que es peor: de que es una obligación moral-, no han existido o existirán sociedades perfectas. Ese anhelo no tanto de mejora como de pureza, que irremediablemente, por sus propias carencias -a la izquierda y a la derecha-, acaba asumiendo formas que reinterpretan a las anteriores -por ejemplo, a través del kitsch más estridente-, suele ser tan nocivo como beber aguarrás en lugar de agua del grifo, ya que más tarde o más temprano tendrá que justificar la decepción de la peor forma posible. De hecho, la sociedad actual, con sus no pocos problemas, resulta en incontables aspectos mucho mejor que aquella. La nostalgia es injusta y sobre todo tramposa. Siempre juega con las cartas marcadas.

En 2016 es inevitable y fácil tirar de hindsight, aunque por entonces unos cuantos ya lo vislumbraran con bastante claridad, como pasó con la Guerra Civil española, a la que en modo alguno fue ajena la agitación de aquellos días: Europa estaba de nuevo condenada antes o después a dirimir su futuro en el campo de batalla. Finalmente lo haría en un conflicto que otra vez arrastraría al planeta entero y que comenzaría con las cargas de la caballería de Władysław Anders en Varsovia y terminaría con el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, con la Shoah como verdadera pièce de résistance de la historia del siglo XX, incluso por encima de las atrocidades del comunismo. Es difícil resistirse a la tentación de la prosopopeya: al final de aquella guerra un mundo moría y otro nacía, pero lo más acertado sería decir que el mundo se había transformado. Las certezas sociales que hasta entonces habían existido, y que durante siglos se habían dado prácticamente por incontrovertibles, se desdibujaron hasta el punto de que en su forma original terminaron por ser tan valiosas para adaptarse a la realidad como invertir en dirigibles o en telares manuales. Aún así se resistían a desaparecer. Aquellas convicciones, acertadas o no, habían definido una manera de comprender el fenómeno de la civilización durante siglos, desde las relaciones culturales a las sociales, aunque en muchas de sus formas ya anduvieran pudriéndose lentamente desde 1789, como si fueran sacos de trigo almacenados en el interior de un molino abandonado de la Vendée. Entre 1914 y 1945, Europa cambió de tal manera, con una intensidad tan brutal, que en la actualidad, casi un siglo después, seguimos recibiendo, como si fuéramos los tripulantes de una nave a la deriva en los confines del Sistema Solar, algunos de sus ecos -la Unión Europea es uno de ellos, por ejemplo-, pues ningún tiempo jamás es nuevo del todo. El agua que pasa por el río nunca es la misma, pero sigue siendo agua.

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Golo Mann fue uno de los más fiables testigos de aquel periodo. Nacido en 1909 y muerto en 1994, la figura del “hijo feo” de Thomas Mann se recupera ahora en El abrigo de Thomas Mann, publicado por la editorial Reino de Cordelia. Una advertencia: hablamos de un libro importante, que no debería pasar desapercibido para los lectores más inquietos, pues, aparte de su calidad literaria, también nos sirve para comprender aspectos del mundo en que vivimos. Su autor, Juan Luis Conde, conoció y empezó a tratar a Golo Mann a comienzos de la década de los ochenta, en el preámbulo de otro cambio que, acabada la Guerra Fría, vivimos en su plenitud, para lo bueno y lo malo, embarcados en la búsqueda de unas certezas que sustituyan a las que, una vez desparecida la hasta cierto punto cómoda  dualidad que ofrecía el conflicto entre la Unión Soviética y Estados Unidos, ya no nos sirven para comprender la realidad -transformación digital, robotización del trabajo, longevidad de la población, etcétera- , sin darnos cuenta de que tal vez nunca haya certezas cuyas solidez sea absoluta o de que las que valen la pena ya están ahí, al alcance de la mano. Que el deseable proyecto de la Unión Europea se encuentre puesto en duda, ya sea por culpa de los notables -a veces hasta interesados, cuando no futo de una «ceguera burocrática»- errores de los oligarcas de Bruselas como por los cantos de sirena de «los sectarios de lo pintoresco» -como bien los definía Julien Benda en Discurso de la nación europea, de 1933-, es una demostración de que las viejas dudas persisten y de que lo que en principio iba a ser una solución a problemas históricos no acaba de serlo, sino que, si nos descuidamos, empezará a ser una parte del problema. Pero por el momento sigue sin haber una alternativa preferible a la de la UE.

Conde conoció a Golo Mann en Suiza, adonde llegó tras licenciarse en Clásicas en Salamanca, tratando de sacar pasta para costear su año de servicio militar –por entonces todavía obligatorio en España- y buscando aventuras en una Europa que para los españoles en ocasiones podía ser una experiencia parecida a la de viajar a otra dimensión. Gracias a uno de sus amigos, cuya biografía también daría para otro libro, Conde acabó siendo algo así como un pupilo de Golo Mann,  en una de esas relaciones –en este caso con el objetivo de mejorar el español de su mentor- en la que todos salían ganando, ya sea material o espiritualmente, si es que en fondo existen tantas diferencias entre ambas categorías. Conviene recordar que Golo Mann, un historiador de intereses diversos, inquieto y capaz de ponerse a aprender español al cumplir los setenta, era un conservador de clase alta –y habría que definir con paciencia esa etiqueta de conservador, ya por completo desprovista de significado- cuyos valores, en cualquier caso, estaban lejos de los de Conde, que profesaba y profesa un inequívoco izquierdismo. Y eso por no hablar de las diferencias generacionales, quizá incluso más profundas, al ser en muchos aspectos del todo insalvables, que las de la ideología o de clase. Sin embargo, entre ambos se estableció una estrecha relación -también epistolar- en la que primaron otros intereses, dejando de un lado las posibles diferencias. Y esos intereses son los que en buena medida definían los valores del mundo en el que Golo Mann había crecido y que le habían hecho un hombre realmente libre, quizá mucho más de lo que lo eran sus jóvenes amigos españoles, que llegaban de una democracia recién inaugurada, hambrienta de la libertad, donde (casi) todo estaba permitido.

El mundo de Golo Mann tenía que ver con castillos a las orillas del Mosela, exilios que eran un motivo de orgullosa distinción y genealogías que se perdían en viejas batallas de las que ya sólo quedaba el olvido. Y siempre con la cultura-la gran cultura- de por medio, dando sentido a la existencia. Su clase tenía dinero, de manera que tenía tiempo. Y lo empleaba en la cultura. Para unos cuantos individuos  de esa clase, que era una minoría con capacidad de influencia intelectual e incluso política, no importaba tanto tener un buen palco en el Gran Premio de Fórmula Uno de Montecarlo o una cuenta B en Panamá como saber recitar un epigrama de Marcial o admirar un lienzo de Herri met de Bles. Es parte de aquel mundo que, por ejemplo, recorrió Patrick Leigh Fermor en su viaje hacia Estambul, también en los años treinta, asistiendo los rescoldos que quedaban de él, entre gruesos cortinajes por los que se filtraba una luz que con paciencia inmemorial iluminaba el movimiento browniniano de las partículas de un polvo que, apenas unos decenios antes, habían respirado emperadores dispuestos a conquistar el mundo o aventureros que tan sólo buscaban un affaire con el que entretenerse en los inviernos centroeuropeos. Era un mundo casi inmóvil, aristocrático y burgués, pero que -por incorrecto que hoy pueda sonar a algunos- tenía un sentido de la libertad mucho más acusado que el de las clases más desfavorecidas -lo que tiene su lógica: en casi todos los casos los pobres estaban condenados a seguir siéndolo y tan sólo anhelaban una seguridad que les permitiera satisfacer sus necesidades materiales-, incluso en sus inquietudes sociales, por así decirlo. No es casual que buena parte de los revolucionarios del siglo XIX o XX -como Kropotkin, Lenin o Dzerzhinski, entre otros– hubiera nacido en un ambiente parecido y acertara en muchos de sus diagnósticos. Otra cosa es que esos revolucionarios olvidaran velozmente lo mejor de ese mundo y fracasaran en la aplicación de sus tratamientos, que por lo demás -y de ahí la invariable y violenta aparición del oportunismo o el fanatismo- se hallaban equivocados desde su raíz, dado su desprecio hacia la terca naturaleza humana.

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Golo Mann. Foto: Keystone

Golo Mann, de cuya relación con el padre apenas se habla en el libro –el abrigo del título es heredado por Conde, que al parecer aún lo conserva-, era, en fin, un habitante más de ese mundo que se desvanecía y en el que la cultura –los viajes que se hacían o los vinos que se bebían- venía a ser, pues, una manera de habitar la realidad, que no es otra cosa que comprenderla lo mejor posible, tanto en lo que nos gusta como en lo que no, para poder adaptarse a ella. E incluso en ciertos casos para poder cambiarla, por lo general a través de tentativas que se resisten a lo emocional y que buscan el acierto mediante la prudencia, de manera que asumen son más lentas de lo que nos gustaría, además de falibles y reversibles. Pero, en ese sentido –el de un humanismo que insaciablemente busca respuestas y que está obligado a reinventarse continuamente para interpretar la realidad-, es interesante que alguien como Golo Mann, antifascista y anticomunista –un detalle revelador: a las clases que impartía en Estados Unidos llevaba como invitado nada menos que a Kérenski-, despreciara también el llamado neoliberalismo económico que a comienzos de los ochenta, mientras la Unión Soviética y sus satélites europeos colapsaban económica y socialmente, empezó a convertirse en hegemónico. Digámoslo así: aparte de la sensación de vulgaridad que le suscitaba ese mundo que ahora nos rodea, donde las ciudades parecen variaciones de una ciudad diseñada en algún despacho y donde la distinción se define por el modelo de smartphone –de nuevo el kitsch, claro-, Golo Mann era un humanista que había vivido años voraces, en los que se había visto obligado a huir de la peste parda y de la peste roja. Y por eso sabía que los individuos importan y que no son una cifra generada automáticamente al final de una columna de Excel. Es decir, que a los individuos no se les puede tratar como si fueran piezas reemplazables de una máquina cualquiera, como ocurre con las células que desecha nuestro cuerpo hasta ese instante en que se rebelan y aspiran a la inmortalidad. Da igual que esos individuos se hallen al servicio del estado o de una empresa, porque -por citar uno de los problemas actuales más acuciantes- la desigualdad, que es necesaria y asimismo inevitable, no puede llevarse a extremos en los que se ponga en peligro la supervivencia de la propia sociedad. Aun por egoísmo, no está de más recordar esa lección, de la que hay sobrados ejemplos en la historia, pues, si no se tiene en cuenta, más tarde o más temprano llegarán los bárbaros y serán aplaudidos como libertadores antes de arrasar toda la ciudad. Si ya ha ocurrido otras veces, podrá volver a pasar. Quienes nos precedieron no eran más tontos de lo que somos nosotros.

Conde, demostrando una notable destreza narrativa -la estructura del libro está muy bien equilibrada, sin descompensaciones entre los distintos planos temporales y espaciales-, repasa, siempre según su particular interpretación ideológica, los últimos años de la historia de España, desde el final de la dictadura franquista hasta el comienzo de la crisis –ese lapso que va, por decirlo con trazo grueso y pop, de Ejecutivos Agresivos a Los Chikos del Maíz-, sin dejar de prestar atención a los acontecimientos internacionales. Y lo consigue con un fluido y eficaz dominio del castellano, sin alardes innecesarios y en el que se aprecia, en la elección de algunos verbos o en algunas construcciones gramaticales, su formación clásica. Ese recorrido por su propia vida, en el que se dan cita desde sus líos amorosos hasta sus afanes laborales, no sólo le acerca al lector –que tiende a identificarse, por ejemplo, con los desvelos sentimentales de Conde y sus novias-, sino que además y sobre todo sirve para engrandecer a su mentor, que se erige como una referencia vital. Golo Mann demuestra con sus actos, siempre revestidos de una gentil nobleza –mezcla de bondad y escepticismo, con toques de ligereza bien entendida- una joie de vivre que también puede servir de punto de partida para definir lo más valioso de un tiempo del que se pueden aprender, tanto de sus luces como de sus sombras, unas cuantas lecciones para afrontar el mundo VUCA, especialmente en Europa. Como suele decir Javier Fernández Aguado, la historia no sirve para nada, pero quien no sabe de historia no sabe nada. Justo es recordarlo: Golo Mann sabía de la existencia ese ángel que nos da la espalda, pero cuyas alas siguen proyectando su sombra sobre nosotros.  Nuestro tiempo, al igual que diría el poeta al salir de su jornada laboral en el banco, contiene a todos los anteriores. Y la literatura también consiste en contarlo.

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